El pelele americano

A lo largo de mi vida como lectora ha habido novelas que se me han atragantado. No lo considero excepcional, aunque algunas me han roto el corazón por ello. Recuerdo cómo tenazmente me agarré a Guerra y paz durante meses y meses, con fases interrumpidas (adrede o no) de lectura, y ya llegando a la página 1200, a pocas cientas del final, me di cuenta de que no lograría que aquella magnífica prosa consiguiera realmente engancharme. Porque magnífica la sentía, que no quepa duda, pero no la vivía (y si no se vive, ¿a qué leer?). O con Cien años de soledad, para eterna desventura mía -eterna, porque lo he intentado en numerosas ocasiones-. Su impactante inicio auguraba deleites, pero sucedió más de lo mismo: disfrutaba, en cierto modo retorcido, la escritura pura y dura; la historia, en cambio, parecía resbalar sobre la piel, sin permearla.

De Henry James no me lo esperaba. James, que dibujó el retrato de la mujer más increíble que un hombre jamás pueda llegar a soñar… y la más creíble que una mujer pueda leer: su Isabel Archer. Que me hizo vibrar con la tortuosa relación paternofilial que se vivía en la plaza Washington. Que me dio vuelta a las tuercas, a pesar de que su giro ha sido demasiado repetido por escritores posteriores y seguramente superado por el séptimo arte en películas como Los otros. James, quien incluso en sus cuentos triviales, hace de lo episódico o rutinario un arte (pienso en el pobre Richard y sus pasiones), no parecía tener punto alguno para convertirse en una de los escritores atragantaThe American, Oxforddos.

Y, sin embargo, atorado a media garganta se ha quedado. He tardado nueve meses en leerme la novela de su Christopher Newman, The American, edición de Oxford World’s Classics (siguiendo la versión revisitada por el propio autor décadas después de su primera publicación). Nueve meses. Casi pasé más tiempo leyéndola que queriendo leerla… La compré hace un tiempo en una visita rápida a la ciudad de Oxford y lo hice movida por la pasión que conjuró en mí su novela corta The Europeans, que devoré en un tiempo récord.

¿Cómo es posible que un americano de origen, afincado en Europa, sea mejor describiendo a dos europeos en Boston que a un americano en París? Lo lógico hubiera sido a la inversa. Supongo que eso creí al comprar la novela. Mi lógica era aplastante: si los hermanos europeos me habían conquistado, ¿qué lograría hacer un americano nacido de la experiencia personal del autor? Pero, claro, me olvidé de un detalle: ¿cómo puede ser que un hombre dibuje mejor a una mujer que a otro hombre? Debe de formar parte del misterio irónico que rodea a James, quien se muestra capaz de retratar aquello que él no es infinitamente mejor que lo que sí es. De manera que las experiencias americanas de Eugenia y Felix en casa de sus primos Wentworth en Boston resultan más atractivas, creíbles, divertidas, inspiradoras que las de Christopher Newman por las calles parisinas.

He dedicado tiempo, a medida que notaba que la novela no prendía mi atención, a reflexionar sobre las razones que pueden explicar el fenómeno. La novela es una de las reputadas de Henry James. Solo hay que consultar brevemente la página web del autor en la (denostada por intelectuales y por la entera humanidad consultada) Wikipedia anglosajona para comprobar que el título figura el primero en sus «notable works», por encima de The Turn of the Screw o de The Portrait of a Lady (listado en el que, nótese, no figura The Europeans…). Así que se me hacía difícil entender por qué no lograba comulgar con ella, a pesar de los intentos. Al final, lo he visto claro: la prosa, siendo James, impecable (solo por ella no he abandonado antes); la carga introspectiva, la esperable; el poder de sugerir reflexiones personales, disminuida; la trama, nada sorprendente; el protagonista, cartón piedra. Una enumeración de más a menos, que se cierra con el quid de la cuestión.

Christopher Newman, el protagonista, es un pelele. Un personaje que aparece en la novela ya hecho y derecho, y que a pesar de ser objeto de la más cruel de la decepciones, continúa igual de hecho y derecho (su ‘depresión’ en tierras anglosajonas no podría ser más forzada). En definitiva, lo que en teoría de la narratología Forster diría que es un personaje plano. Plano, plano, planísimo como las Grandes Llanuras americanas. Y eso lo convierte en pelele, en el sentido recto del término: una figura humana de paja o trapos, que es manteada en los balcones durante las fiestas.

Resulta muy complicado empatizar con un individuo semejante, incluso a pesar de saber que vive una ruptura de corazón dolorosa. De hecho, las pocas escenas en la novela creíbles como persona que tiene Newman son esas en las que reacciona (¡por fin!) a la ruptura de dicho órgano frente a Madame de Cintré. Pero son tan escasas y se esfuman tan rápido que no compensan páginas y páginas de un encorsetado hombre de negocios de mediana edad haciendo el prototípico tour europeo en la Ciudad de la Luz; dejándose encandilar por las mañas aristocráticas de los marqueses de Bellegarde (como todo buen americano en Europa, ¿quién lo iba a seducir si no es la nobleza?); enamorándose por un amor de lonh clásico al oír cantar las maravillas de su Claire, con la sangre más pura de rancio abolengo que caminó París (a pesar de firmar un enamoramiento de lo más vacuo, desapasionado y asexual de la historia del Amor); y, finalmente, caer engañado (¡hijo, que ya se veía venir!) por las promesas de quienes no pisarían el suelo que él pisaba si lo pudieran evitar, por mor de una diferencia social abismal.

Dicen que James escribió The American como contrapartida a la obra teatral L’Etrangère de Dumas, hijo, en el que la imagen de los estadounidenses no salía demasiado bien parada. No todos están de acuerdo y hay pruebas de que la tenía en mente antes del estreno, pero, en todo caso, no hay duda de que el drama le impactó negativamente y reforzó su idea original. Tal vez por eso insistió en crear un personaje que más que ser creíble, buscaba reivindicar una nación encarnando una serie de valores poco humanos y muy acartonados, todos valores positivos: el esfuerzo, la probidad, la valía, el optimismo… En general, el self-made man que tanto se precia allende los mares (fácil juego: new-man en un viejo continente). Ciertamente, el final con una Mrs Tristram besándole la mano, al tiempo que se apena por la oportunidad perdida de Claire, subraya la honradez de Newman. Pero probablemente lo que el lector hubiera querido sentir no es su honradez: es la pasión, la misma que (suponemos) le permitió erigirse en medio de la sociedad neoyorquina, elevándose de la nada de la miseria a la cumbre de la riqueza. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Siendo honrado? Él mismo reconoce que no («No one had ever unprovokedly suffered by him -ah, provokedly was another matter: he liked to remember that, and to repeat it», pág. 354).

Sin embargo, ¿dónde quedó esa pasión? Lo que el lector hubiera querido leer es que esa mano no lanzaba al fuego la nota que le habría permitido la gran venganza montecristiana (ahí sí se hubiera podido notar la influencia made in Dumas, padre). El mismo gesto destaca la falta de respuesta apasionada, la falta de sangre, diluida -parece- con el dinero. ¿Es una buena persona? Sin duda. ¿Real con hueso y carne? Sin duda no. Decía Forster: «We must admit that flat people are not in themselves as big achievements as round ones». James no achieves porque su personaje no es un achievement. Y el resultado es una novela que hace aguas.

¿Por qué, entonces, es considerada una de las grandes novelas del autor? No hay que desmerecer aspectos clásicos de la forma, en los que James destaca -y lo hace incluso cuando no es destacado o destacable-. Con toda probabilidad, la misma razón que me ha llevado a mí a aburrir la novela, sea la que seduce a muchos lectores: el personaje de Newman. A los estadounidenses les gusta verse representados así. Empatizan con él. Yo, no siendo estadounidense (ni tampoco parisina como sus antagonistas), no logro que me simpatice. (Eso me lleva a pensar: ¿tal vez como europea, sita en suelo americano en el pasado, sí conecto mejor con los hermanos en Boston?).

Otros aspectos podrían comentarse de la novela. Solo hablando de los personajes hay una mina. El (mucho más creíble) secundario, Valentin de Bellegarde, y su (extraña) amistad con Newman: el self-made man versus le flâneur. La infausta Noémie Nioche, quien representa el paradigma femenino contrario a la visión idealizada e imposible de Newman (y abre la novela con plaza destacada, pero se diluye al final hasta desaparecer de ella sin causa justificada). Su padre, un mantenido disfrazado de profesor intelectual (nueva contradicción, al estilo James en esta obra). O, sobre todo, la incapturable Claire, Madame de Cintré, seguramente la mejor de toda la novela, especialmente redimida por su sacrificio absoluto. Y mucho menos mártir de lo que le gusta pensar a Newman: ¿quién no ha querido huir en alguna ocasión del mundanal ruido –far from the madding crowd!– detrás de los muros altos del silencio, en este caso, conventual? La estatua estaba hecha de fuego y en el fuego congelada queda, ardiendo de forma más verosímil que el héroe.

En definitiva, sí, es una novela que se me ha atragantado. Pero seguramente porque el listón, al ser James, estaba muy alto y más altas todavía eran las expectativas. Tal vez, sin listón y sin esperar, la novela sea mejor de lo que aparece aquí retratada. Sea como fuere, una recomendación: NO LEER EL PREFACIO (en la segunda versión, la primera no lo tiene). Es un prefacio firmado por el propio autor y, sin embargo, además de ser largo, pesado y aburrido, ¡es el perfecto spoiler!

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