¿Literatura juvenil?

En más de una ocasión he dicho que hablaría de la etiqueta de ‘literatura juvenil’, y tan bueno es este como cualquier otro momento. Igual que muchos otros nichos editoriales, su existencia no tiene más razón de ser que la mercadotecnia. O así era en un primer momento, cuando ciertas lecturas se clasificaron como tales más por facilitar la tarea de recomendar libros a los jóvenes que porque estuvieran diseñados o pensados para ellos.

Sin embargo, ¿en qué momento esa etiqueta dejó de ser una simple guía y empezó a marcar la agenda de los autores que hoy se llaman ‘escritores para público adolescente’? Porque, después de ya un cierto recorrido leído en los fondos de lo que era y es, hoy, la literatura juvenil, no puedo evitar darme cuenta de que tal vez algo estamos haciendo mal.

Citaré dos ejemplos muy claros. Hace unos meses cayó en mis manos, en uno de esos puestos de intercambios de libros en los que participo, una edición nueva de La máquina del tiempo de H. G. Wells. A estas alturas no hace falta que explique mi predilección por la ciencia ficción clásica, así que, con su portada de chillón colorido rojizo y anaranjado, vino a casa conmigo. Se trataba de la quinta reimpresión de una edición de 2011 en Alianza, colección ‘El libro de bolsillo’, en la ‘Biblioteca Temática’, subetiquetada curiosamente como ‘Biblioteca Juvenil’.

Este subetiquetado me resultó llamativo porque a priori no hubiera relacionado la obra de Wells con un público específicamente joven. Y, desde luego, una vez hecha su lectura, me sorprendió que fuera así. No voy a descubrir Roma si digo que, como los grandes clásicos del futurismo y de las distopías, me encontré delante de una obra de denso contenido filosófico, con profundas reflexiones antropológicas sobre el ser humano y su devenir histórico, pasado y futuro. La misma estructura era compleja: narrado en primera persona, pero siguiendo un claro formato decimonónico, es el relato, ante unos escépticos conocidos, de un viaje sobre una máquina del tiempo que hace su protagonista, a quien, incrédulos, escuchan contar sus avatares allende el tiempo concebible, a miles de años del ‘presente’ de la novela.

Este formato no resta interés a la narración, pero probablemente a un lector novel le resulte extraño, pues supone una marcada falta de diálogo en la narración, intensificado por las dificultades a la hora de comunicarse que tiene el protagonista en ese futuro utópico que visita. La narración solo puede alternar con la descripción y, sobre todo, con la argumentación reflexiva, intrapersonal, del protagonista. Para un lector primerizo no resulta una lectura fácil. Sin embargo, repito que venía marcado como libro de biblioteca juvenil por la editorial; y, de hecho, miles de lectores durante el último siglo seguramente se han forjado como tales en esta lectura y otras similares.

El contraste es muy acusado cuando se compara con las nuevas novelas del nicho. Recientemente he podido leerme dos de temática parecida a la de Wells: Sed de los Shusterman, padre e hijo, que encontraréis reseñado aquí, y Ahora llega el silencio de Álvaro Colomer. Dado que de la primera ya he hablado, quiero centrarme en la segunda, si bien muchas de las apreciaciones que hago para esta se podrían aplicar también a la otra.

La novela de Colomer obtuvo el premio Jaén de Narrativa Juvenil 2019. Salió publicada por la editorial Montena, actualmente un sello más del coloso Penguin Random House, en fecha muy reciente (noviembre de ese mismo año). De colores en cierto modo similares a los de Wells, con rojizos y violáceos sugestivos, también es posible entrever, como en el otro, la figura recortada del protagonista, en este caso una mujer, Astrea, bengala en mano en algún mirador de Barcelona y con la ciudad extendiéndose a sus pies.

Sin embargo, las similitudes acaban aquí mismo. Donde Wells es moroso construyendo su trama, Colomer inicia con desenfrenado paso la historia: los adultos del planeta han sido víctimas de un extraño virus y el mundo ha quedado en manos de la juventud, que sabe que, al llegar a los veintidós años, caerá muerta. Tal vez el atropello de la voz narrativa pretendiera estar acorde con una esperanza de vida tan corta, donde los viejos adolescentes serán ahora los nuevos ‘adultos’. El problema es que, si bien el germen de la historia es suficientemente atractivo, en ningún momento de la novela llega a desarrollarlo en todo su potencial. De hecho, no desarrolla el nudo como no desarrolla nada: ni la caracterización de los personajes ni las descripciones ni la estructura ni la reflexión. El desenfreno es tanto que la novela queda reducida a escuetos apuntes narrativos y puro diálogo; y llega a tal punto que en algunas ocasiones ni siquiera es posible saber qué personaje habla en cada interacción porque, por ahorrar, se ahora hasta los verbos dicendi más básicos.

Por ilustrar la velocidad imposible de la historia: se supone que seis meses atrás murieron los adultos, y, sin embargo, en ese lapso (claramente breve) de tiempo, los niños y adolescentes no solo se dan cuenta de lo sucedido y asumen su nuevo destino, sino que se organizan en bandas de supervivientes y de salvajes que comparten rasgos comunes con las amazonas de pechos al aire, locos psicopáticos de Mad Max o niños perdidos peterpanianos con síndrome de Edipo-Electra, semejantes a los marcianos obsesionados con el gancho narrativo de sus recuerdos en familia. De hecho, no solo han construido sólidos grupos sociales: es que incluso han tenido ya tiempo de dejarse guiar por nuevos chamanes pseudomédicos que cuentan supercherías varias o profetas albinos de rasgos medievales, capuchas incluidas. Todo en solo seis meses. Tal vez los adultos hayamos sobreestimado la existencia del shock postraumático… Mis pocos conocimientos médicos me dicen que en ese período de tiempo no habrían podido ni enfriarse los millones de cadáveres de adultos, abandonados por la ciudad; por no hablar de las pestilencias de todo tipo que estos provocarían -detalle, por hacer el paralelo con otro texto apocalíptico similar, tan presente para Manuel de Pedrolo en el Mecanoscrit del segon origen-.

¿Y la narrativa juvenil?

Así pues, ¿qué está sucediendo en la narrativa juvenil actual? No es la primera vez que me topo con esta velocidad. Es como si en la mentalidad acelerada de nuestros días las novelas juveniles tuvieran que ser incluso necesariamente más rápidas que las de los mayores. Más rápidas, más directas, más sencillas. Con técnicas sin duda sacadas del cine y de la televisión, los escritores no demoran ni una sola palabra más de lo estrictamente obligatorio en algo que no sea la narración pura y dura: narración en el sentido original de verbo predicativo, verbo de acción, casi sin sujeto explícito u objeto.

En este nuevo concepto de novela juvenil, la descripción, muleta clásica para el texto narrativo, queda borrada, como si lo que esta pudiera aportar fuera superfluo. Como si la palabra descriptiva fuera exceso de palabrería. En todo caso, no sé qué es peor, pues, en los pocos momentos en que llega a hacer acto de presencia, resulta básica: nada de una caracterización indirecta o metafórica; olvidémonos de intentar presentar al personaje hablando de su sombrero y esperar que el lector capte que, en realidad, el sombrero importa poco…

El diálogo, por su parte, queda reducido a simples golpes de boxeo. Constituyen porrazos directos que no se entretienen en las partes flojas que debilitarían al contrincante, sino en el derechazo al mentón que deja noqueado: intervenciones cortas, escuetas, con predominio de la función lingüística representativa o referencial. Y punto. Nada de inducir a la reflexión a través del debate argumentativo entre personajes (que sabemos que, en realidad, es un debate a tres bandas con el lector). El diálogo constituye pura actividad locutiva: informar.

¿Y la literatura?

¿Dónde queda entonces la literatura? Porque no olvidemos que literatura no es solo sinónimo de ficción: es el meollo del texto ficticio, es la cobertura, la píldora dorada, el caramelo que esconde la almendra y el chocolate bañando el cacahuete. No por nada Jakobson desarrolló su filosofía lingüística sobre las funciones del lenguaje motivado por su deseo de explicar las anomalías de la poética o estética del texto literario. La literatura no es solo comunicación de información: es comunicar de una manera particular, tan llamativa, tan extraordinaria que, por encima de la propia información, se coloca el modo de transmitirla.

Entonces, ¿qué ha pasado con la carga literaria de la narrativa juvenil? Me asusta la primera respuesta que me viene a la mente: ¿es que la literatura se entrevé como difícil para un público novato? ¿Es que su necesidad de estímulos constantes y recompensa rápida está reñida con el tropo, con la retórica, con la descripción, con la reflexión, con la abstracción que esta requiere? Porque no se puede decir que el recurso literario no enganche: cualquier lector más o menos habitual sabe que literatura es lo que se degusta en la boca, lo que se derrite, lo que seduce. Por tanto, ¿por qué ese estilo directo, llano, plano, popularizante, facilongo en la novela para jóvenes? ¿Por qué hacérselo tan cómodo?

Que conste que no soy contraria a usar un trobar leu en la narración. Autores memorables han hecho gala de escoger conscientemente un estilo simple. Pero las razones que tienen son axiomáticas y coherentes con la idea de su obra: pueden ser sencillas, pero están bien construidas. Cuando eso sucede, la mayor parte de las veces el tono ameno se corresponde con una intención burlesca, humorística, irónica, que es la que mejor suele vehicular la parodia. Pienso en lo que sucede con algunas de las novelas de Fernando Lalana. De él hace poco me he leído 13 perros y su continuación, 13 perros y medio, y si escoge la llaneza es porque se ríe de la novela negra al traducirla al mundo de los adolescentes con ínfulas detectivescas (recuerdan, en muchos momentos, a las aventuras de Flanagan, que envejece tan mal como con seguridad lo harán estas del zaragozano). Y, en todo caso, si bien es cierto que es parco en descripciones, Lalana suele montar unas estructuras cortazarianas que compensan otras carencias, tales como la de El asunto Galindo, por ejemplo.

No, con toda sinceridad, no entiendo qué está pasando con la novela juvenil de hoy. O, peor, me temo que lo entiendo, pero no lo comparto. No quiero entender que las editoriales, a las que presupongo conscientes del actual fenómeno de ultraaceleración, tengan el atrevimiento de hacer una equivalencia entre estas obras recién salidas de las imprentas y los grandes clásicos llamados ‘juveniles’. En esta ‘Biblioteca’ de Alianza, la novela de Wells comparte elenco con Verne, Kipling, Twain o Defoe. Repito: Verne, Kipling, Twain, Defoe, Stevenson, London, Doyle, Dumas, Swift… se supone que forman parte del mismo nicho que la novela de Colomer. Pero, o bien esta etiqueta es un error de algún viejo editor nostálgico, o bien es signo de la mayor de las hipocresías por parte de las editoriales: no debería publicarse a cualquiera de estas bestias pardas de la literatura clásica y, al mismo tiempo, premiar libros como Ahora llega el silencio como si formaran parte del mismo fenómeno editorial. Si esto último es novela juvenil, la novela juvenil no ha de existir. Y, si existe, entonces se ha de exigir igual calidad literaria a todos sus representantes.

Una respuesta a «¿Literatura juvenil?»

  1. […] Joven”. En alguna ocasión anterior he hablado sobre el nicho de la novela juvenil (por ejemplo, aquí). Pero en aquellos tiempos todavía no había cuajado la etiqueta mencionada y tampoco había […]

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