Con mis alumnos de 1º E.S.O., cuando les explico las características de la narración, me gusta ir un poco más allá de lo que marcan los libros de texto. Escuchan, entonces, que los espacios no son meros decorados para las acciones: que, al contrario, las completan. ¿Se podría tener un asalto sin un callejón oscuro? ¿Y qué puede suceder en una avenida ancha? Escuchan que los espacios enmarcan a los personajes para dotarlos de mayor significado. ¿Alguien concibe a Batman sin su batcueva? Juntos solemos concluir que un buen escenario es imprescindible para una buena historia.
¿Qué pasa, pues, cuando un espacio se convierte en la acción y en el personaje? ¿Cuando es incomprensible la trama sin el escenario y el escenario se confunde con la trama? ¿Cuando el personaje es el lugar en el que se mueve? Esto mismo me acaba de suceder leyendo The Big Sky the A. B. Guthrie.
A la novela llegué a partir del wéstern juvenil de Fernando Lalana, Una bala perdida, que comenté con anterioridad. Movida por el verano, con su largas horas libres, y las ganas de paladear un poco del género que tanto desconocía, buceé en los foros de lectores hasta encontrar una recomendación: la novela del periodista Alfred Bertram Guthrie, junior, la que abría la larga hexalogía homónima y que le llevaría incluso a ser galardonado con el premio Pulitzer de ficción (por The Way West, la segunda de la saga). Aparecida en 1947 y traducida al español como Bajo cielos inmensos, The Big Sky es todo lo que uno espera encontrar en un wéstern. No es de extrañar que, tres años después, acabara convirtiéndose en un guion de Hollywood para el director Howard Hawks.
Es la historia —difícil, como no podría ser de otra manera— de uno de sus protagonistas, Boone Caudill. Se abre con su huida de casa, en plena adolescencia, del seno de una familia que hoy llamaríamos de rednecks, blancos pobres, ignorantes y maltratados por un padre dominante. Boone, siguiendo a su endiosado tío materno, decide romper con lo que la vida le tenía reservado y abrirse paso en dirección al Oeste.
No se trata, sin embargo, de una novela de colonos, sino de aventureros. Que no son lo mismo, desde la óptica del autor. No hay que dejarse engañar por la foto de la portada que lleva la edición inglesa de Mariner Books (la primera, de 2002), con su minúsculo carromato de lona blanca. Los colonos viajaban con sus familias en armatostes sobre ruedas cargados con enseres domésticos, con el afán de encontrar un hueco en el que aposentarse, cual gallinas. Los aventureros los antecedieron y, sin ellos, los colonos jamás hubieran logrado sus gestas. Son los mountain men, los coureurs des bois, los hombres de la montaña: cazadores, tramperos, comerciantes, viajantes, ermitaños, locos. Y, probablemente, ninguno tanto como el propio Boone Caudill, ni siquiera sus dos compañeros de soledad, Jim Deakins y Dick Summers. Ellos mismos lo reconocen en más de una ocasión.
Primera impresión.
Si me hubieran preguntado sobre la novela cuando la recibí en casa, mirándome la portada, con esa foto sepia de un enorme cielo apenas manchado de nubes, sobre la pradera cuasidesierta, hubiera dicho que el título no podía ir mejor a una historia del Oeste americano. Pero me quedaba corta. El título recoge excepcionalmente bien los paisajes. Y no es porque Guthrie se deje llevar en especial por largas descripciones. Al contrario, suelen ser meras pinceladas. Pero siempre presentes: las montañas, los valles, las ensenadas de los ríos, las rocas dan la sensación de reproducir la grandeza del cielo en la tierra. Así que The Big Sky no es solo una cuestión celeste: es también la descripción del paisaje terrestre.
«There was no place in God’s world where the wind blew as it did on the pass going over to Jackson’s Hole. It came keen off the great high snow fields, wave on wave of it, tearing at a man, knocking him around, driving at his mouth and nose so that he couldn’t breathe in or out and had to turn his head and gasp to ease the ache in his lungs. A bitter, stubborn wind that stung the face and watered the eye and bent the horses’ heads and whipped their tails straight out behind them. A fierce, sad wind, crying in a crazy tumble of mountains that the Indians told many a tale about, tales of queer doings and spirit people and medicines strong and strange. The feel of it got into a man sometimes as he pushed deep into these dark hills, making him wonder, putting him on guard against things he couldn’t lay his tongue to, making him anxious, in a way, for all that he didn’t believe the Indians’ stories. It flung itself on the traveler where the going was risky. It hit him in the face when he rounded a shoulder. It pushed against him like a wall on the reaches. Sometimes on a rise it seemed to come from everywhere at once, slamming at back and front and sides, so there wasn’t a way a man could turn his head to shelter his face. But a body kept climbing, driving higher and farther into the wild heights of rock, until finally on the other side he would see the Gran Teton, rising slim and straight like a lodgepole pine, standing purple against the blue sky, standing higher than he could believe; and he would feel better for seeing it, knowing Jackson’s Hole was there and Jackson’s Lake and the dams he had trapped and the headwaters of the Seeds-kee-dee not so far away» (pág. 192).
Por lo dicho hasta ahora —y, de hecho, hasta ya acercarse al final de novela—, no parece que el paisaje sea otra cosa que el decorado, la escenografía natural para la Frontera. Sin embargo, poco a poco, los actos de Boone Caudill empiezan a ponerse en paralelo con el espacio. Boone es libre en él, respira. Las ciudades lo ahogan y ni siquiera necesita los rendezvous de tramperos en las Montañas Rocosas. Lo que para los demás es pura supervivencia para él es vivencia personal: se crece donde los demás marchitan e incluso mueren. Boone es cielo abierto. No existe otro espacio en el que pudiera concebirse su existencia. En ese sentido, es evidente que el paisaje nutre al personaje.
Espacio y personaje se mimetizan
Pero esta apreciación es limitada: no solo entendemos mejor el personaje en su espacio, es que llega un momento de la lectura en que nos damos cuenta de que el espacio y el personaje no se pueden separar, que son inextricables, se mimetizan. En cierto modo puede afirmarse que la inocencia del segundo se parece a la virginidad del primero: agreste, salvaje, indomable. También la impasibilidad del carácter de uno se refleja en la calma chicha de algunos paisajes, desolados, desnudos de árboles. El viento aúlla en los cañones y desfiladeros como el silencio del protagonista, fruto de su negativa a comunicarse. Finalmente, la violencia de la tormenta de nieve en el paso de Marias es la violencia de Boone cuando ataca —mata— a cualquiera por quien se considere agraviado. Las aguas profundas del personaje son las de los ríos que surcan con el Mandan, que parecen invariables, pero, como cantaba esa canción de Pocahontas en un contexto similar, «Lo que me gusta más del río es que nunca es igual que ayer: sus aguas siempre fluyen sin descanso». De manera que, años después, desandando el camino que lo llevó al Oeste, Boone cree poder reconocer los lugares que había visto y, sin embargo, estos son completamente distintos, tallados con formas nuevas por las corrientes subterráneas.
El amor que siente por Teal Eyes, Ojos de Cerceta, y por Jim Deakins parece cierto y seguro, tanto como que el invierno viene tras el otoño. Su amor le dará la fortaleza para atravesar tierras de indios salvajes —y ninguno más que los Blackfeet, los Pies Negros— y el hambre que agujera estómagos. Pero la incapacidad de expresarlo será tan destructiva como el invierno. La mezcla explosiva de un exceso de sentimiento y la falta de inteligencia emocional para conducirlo positivamente será desastrosa, de la misma manera que un día claro de belleza insuperable en las montañas puede ser, al día siguiente, una trampa mortal bajo dos palmos de nieve. Boone no es solo un hombre de montaña, no es fruto de un estilo de vida: es la montaña misma.
La desaparición progresiva de los cielos inmensos a manos de los colonos y de la civilización empaña de nostalgia la novela. Era evidente, desde la página primera, que la trama no podía tener final feliz. No sé si se conocen historias reales con finales en los que se comen perdices enmarcadas en las Rocosas y con la Frontera como fondo… En todo caso, no estoy haciendo spoiler: no me refiero a la novela. No hay final feliz para The Big Sky porque nunca lo hubo para ese territorio virgen. Es una verdad por todos conocida. Sabemos dónde acabó el estilo de vida de la montaña, cómo acabaron los tramperos y los indios y los búfalos: masacrados por mano blanca o por enfermedades blancas, que viene a ser lo mismo. Desaparecidos todos. Y en el momento en que se acabaron los inmensos cielos tiene lugar también el final de Boone Caudill, aunque Guthrie nos ahorre ser explícito al respecto.
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