En la frontera del lejano Oeste…

Aviso al lector: Esta entrada de bitácora no pretende ser una erudita exposición de conocimientos. Es más, no voy a decir que sé sobre el tema porque, en realidad, no sé. Pero sí quiero reflexionar sobre un fenómeno que se está instalando en la literatura juvenil y que ya lleva cierto tiempo llamándome la atención (de eso ya sé algo más, como consumidora asidua por devoción y por profesión). Me estoy refiriendo a la eclosión de ficciones para adolescentes que se ajustan a nuevos géneros, pocas veces vistos con anterioridad y, por tanto, poco habituales, superando las tópicas tramas de niños salvadores del mundo o de magos, también salvadores del mundo. Hoy me interesa particularmente la aparición del wéstern en los listados de lecturas de los institutos. Ambos conceptos —novela juvenil y novela del oeste— no parecen, a priori, muy relacionables y, sin embargo, desde el 2015 lo son.

portada Una bala perdidaAcabo de poner punto y final a Una bala perdida de Fernando Lalana. Publicada aquel año por la editorial Casals en la colección Bambú, es el primer libro de una saga bajo el epígrafe ‘Las aventuras de George Macallan’. Y ya solo por el título y por la portada no cabe duda alguna: un rostro de ojos semiescondidos bajo el ala de un sombrero Stetson y la boca de un revólver apuntando al lector, con la sombra superpuesta de un vaquero montando a caballo y un paisaje desértico de fondo, avanzan claramente que nos encontramos delante de un wéstern de sabor clásico.

He de decir que cuando llegó al instituto un ejemplar de muestra me quedé encandilada. Como dije antes, no es porque conozca mucho de este nicho editorial. Pero no pude evitar recordar la colección de Estefanía que había en casa de mi abuela, comprados y devorados por mi tío, tal vez de quien menos habría uno dicho que fuera lector. Y, sin embargo, lo era. Pero no de cualquier libro: solo de novelas del oeste. De muy pequeño formato y grueso, que cabía en cualquier bolsillo de pantalón, fueron sacadas a la luz por Bruguera con un denominador común: estefaníaun ‘Estefanía’ escrito en grandes letras en la parte superior de la portada, el título de la novela con letra muchísimo más pequeña (¡qué extraño contraste!) y el dibujo de un plano medio o primer plano del rostro de un vaquero (a veces de un indio o, con suerte, de alguna corista de saloon). Solo he visto los mismos tópicos en las portadas de las novelas románticas y cabe imaginar que funcionan en ambos casos de manera similar: atraer el ojo y el interés del lector, que sabe perfectamente lo que está comprando.

Mi ojo siempre se sintió atraído por esa colección, el interés también. Pero, he ahí la vida, nunca llegué a tener la oportunidad: al heredar la casa de la abuela, devolví los libros a la viuda de mi tío. Y en el proceso descubrí que, en aquel tiempo, una vez él se leía uno, se lo pasaba a ella de estraperlo (¡un nuevo lector ignoto: mi tía!). Así pues, el único contacto que he tenido con el mundo del salvaje oeste han sido las innumerables películas de indios y vaqueros que compartí con mi padre en innumerables tardes de niñez y adolescencia. No recuerdo títulos, tampoco tramas específicas, pero sí ese regusto de afición compartida que, una vez pasada la época, se queda en la lengua. Por eso, al ver Una bala perdida el sabor de la curiosidad mezclada con nostalgia me llenó la boca.

He leído la novela de Fernando Lalana y me ha gustado. Como todo lo de Lalana, está bien construido, es complejo y, sin embargo, accesible para un público púber. Hasta ahí ninguna sorpresa.

No es habitual el wéstern juvenil.

Sin embargo, el hecho de haberse arriesgado con un wéstern despierta mi admiración. No es habitual que este nicho particular se destine a un público semejante. Es cierto que el autor ha hecho por adaptar las particularidades de la novela negra a la literatura juvenil, especialmente con su saga protagonizada por el detective Fermín Escartín. Pero tales esfuerzos no eran en solitario: es toda una ola la que invade desde hace unos años las estanterías de las lecturas obligatorias de Secundaria con adaptaciones de novelas policíacas, detectivescas, de crímenes, investigaciones y asesinatos. Si Lalana ha marcado un hito en ese género ha sido, básicamente, por la calidad de sus novelas y, sobre todo, por el sentido del humor que exuda el personaje de Escartín.

Macallan probablemente resulte mucho menos atractivo como protagonista. Le falta la gracia desmadejada del detective. En este libro parece que hay momentos que se prestarían a la risa, pero no llegan a producirse y siempre tiene lugar un vuelco en la trama hacia la acción que desvía cualquier posibilidad. Esa es la peor de las críticas que le puedo hacer a la novela: haberse tomado demasiado en serio a sí misma. Desconozco si se debe a un rasgo particular del género. Es posible. En todo caso, igual que Escartín no es un Poirot, Macallan tampoco tendría por qué ser un vaquero al uso. Lalana podría haber renovado el género. Pero en su deseo de emularlo, no lo ha hecho. Más bien ha tomado todos los tópicos relacionados con él, aquellos que cualquier neófito reconoce, y los ha volcado en sus páginas: tenemos, evidentemente, al vaquero cuarentón, elegante violento; una cárcel del oeste; el saloon con las chicas cantoras y su pianista, así como el camarero que sirve güisquis; unas ciudades -podríamos decir villorrios- típicas de frontera donde la ley parece ausente; los sheriffs y los marshalls pululando de fondo; un asalto (varios, de hecho) al tren; una mina de plata y un poblado indio; la amada/amante; una partida de cartas, de farol; el abogado listo, un juicio sin demasiada justicia y un treta final de traca; el desierto; balaceras (muchos, muchos tiros); huidas a caballo… No falta ingrediente alguno. Y es en este punto donde reside la máxima valía de la novela: es un wéstern de tomo y lomo. Puro.

Así que, sí, es cierto, Lalana podría haber innovado y, no, no lo ha hecho. Pero cuando se trata de engatusar al lector novel, ¿realmente es necesario innovar?

La novela recoge todos los tópicos.

Creo que como homenaje a un género que cada cierto tiempo se declara muerto y, sin embargo, camina bien vivo, Una bala perdida es una novela muy recomendable. Los lectores jóvenes probablemente se sientan atraídos por los tópicos que recoge, empezando por la silla de montar mejicana del protagonista, por su revólver Russian, por la mano izquierda siempre libre para disparar y su aspecto general de forajido caballeroso del Oeste. La trama detectivesca que Macallan ha de investigar, con decenas de muertos, engancha lo suficiente como para mantener la atención en el periplo que lleva a cabo de una ciudad a otra en medio del desierto de Nebraska y Colorado, en lo más profundo de los Estados Unidos. Las descripciones de los tiroteos son vívidas y sangrientas, como ha de ser, incluso con disparos que abren boquete en medio de la frente. El punto de la historia de amor frustrada tiene el suficiente sentimiento como para engatusar; y el misterio del hijo —que es, pero no es— permite fantasear con otro final distinto al esperable.

En general, los giros rocambolescos de la trama enlazan cada uno de los ingredientes antes citados sin que resulte forzado y crean una red espesa, coherente y cohesionada. Es un digno vasallo del género, aunque le falte un toque de innovación, al menos de humor. Por eso, si gracias a las adaptaciones de la novela negra hemos podido recuperar a los clásicos, especialmente a Agatha Christie, para el público adolescente (Diez negritos es, sin duda alguna, un gran éxito como lectura obligatoria), cabe soñar ahora que con esta rehabilitación del wéstern podamos abrir una nueva puerta a los intereses de nuestros alumnos. Que Lalana con su Macallan suponga un acceso a los grandes autores, a Zane Grey, a Brand, a Guthrie, a L’Amour, a Silver Kane… O, como no, a Marcial Lafuente Estefanía (si no a él, a uno de sus descendientes, hijos o nieto, que bajo su nombre continúan publicando hoy en día en Ediciones Cíes).

Y, de pronto, llegados a este punto, todo cobra sentido, se cierra el círculo: el padre de uno de los más renombrados escritores de novela juvenil, César Mallorquí, autor de los exitosos La Catedral y Las lágrimas de Shiva, sempiternos en los listados de must de la Secundaria, fue el creador de El Coyote. La versión española de El Zorro venía firmada por José Mallorquí. De este modo, la relación entre el adjetivo ‘juvenil’ y el nicho del far west no resulta tan alocada como parecía al iniciar esta reflexión. Es muy posible que, con su Macallan, una vez más Lalana haya dado en el blanco.

Una respuesta a «En la frontera del lejano Oeste…»

  1. […] la novela llegué a partir del wéstern juvenil de Fernando Lalana, Una bala perdida, que comenté con anterioridad. Movida por el verano, con su largas horas libres, y las ganas de paladear un poco del género que […]

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