Sin palabras. Así me he quedado al ponerle punto y final a Amor se escribe sin hache, de Enrique Jardiel Poncela. La edición que conseguí es barata y forma parte de una colección de clásicos del siglo XX, publicada en algún momento por el diario El Mundo. ¡Benditos mercadillos de libros, que están plagados de estos ejemplares! Así llegué a esta novela que no estaba en mi estanterías de prêt-à-lire y que me tiene hoy boquiabierta.
En realidad, he estado sin palabras desde que, en el primer capítulo, empecé a hacerme una idea de cómo iba a ser la heroína de la novela, lady Silvia Brums, posteriormente, de Arencibia. Huérfana de madre a temprana edad y con un padre «reumático e inmóvil en un butacón» por causas ridículas varias, Silvia viaja a través de su adolescencia adquiriendo «el carácter disoluto de las cortesanas» (pág. 46). El autor lo confirma presentándonos cantidad ingentísima de amantes, que cambia cual calcetín: a diario.
El problema no estriba en la protagonista, sino en la visión que tiene el narrador de la protagonista. Que no es exactamente lo mismo. Porque si lady Silvia, además de mantener al marido, opta por entretenerse (sea a diario, semanal o secularmente) con decenas de amantes, ¡feliz pasatiempo! Sin embargo, no es así como lo siente Poncela, que ve en ello un agravio terrible para el género masculino, sean sus maridos o sus amantes. Sobre todo, cuando el otro protagonista, Elías Pérez Seltz, alias Zambombo, se enamora con obsesión de ella y, sin embargo, no logra ser adecuadamente correspondido.
Debería haberme puesto sobre aviso el prefacio escrito por el autor bajo el título de “8.986 palabras a manera de prólogo”. En él, Poncela lleva a cabo uno de los mejores autoretratos de la historia de la literatura, justificado con perlas tan maravillosas como «las mujeres, cuando se fijan en el trabajo de un escritor, se apresuran a imaginárselo a su gusto. Después, cuando conocen personalmente al escritor, vienen las desilusiones. Para evitar esto en mi caso, es para lo que estampo el retrato físico»; y remata la prosopografía afirmando: «Soy feo singularmente feo, feo elevado al cubo» (pág. 22). Las lectoras, pues, no tienen posibilidades de hacerse ideas erróneas…
Zambombo (¿Poncela?), misógino.
Es en ese prólogo cuando sentencia, por lo que respecta a las mujeres, que tiene «ideas que no se parecen en nada a las prístinas». Creí yo que con ‘prístino’ se refería a que tenía pensamientos impuros sobre las mujeres. Y queda claro que los tiene. Pero no se limita a eso: si piensa mal es porque no son prístinas las propias mujeres. «Hace años se me antojaba una monstruosidad el que la Iglesia hubiera vivido siglos enteros sin reconocer la existencia del alma femenina. En la actualidad, opino que la Iglesia tenía razón y que reconoció la existencia del alma en la mujer demasiado pronto” (pág. 31). A partir de ese momento, las lindezas dirigidas a nosotras son constantes. No se detendrán en ningún momento del libro y llegarán al culmen cuando Zambombo, con el corazón roto, se convierte en un misógino misántropo, rayando la misología.
La pregunta que me planteo, ahora que le he puesto punto y final a la lectura, es por qué aguanté 316 páginas de afirmaciones como: «Las mujeres se creen todo lo que halaga su vanidad» (pág. 202); o comparaciones denigratorias del tipo: «ese valor enorme que tienen las mujeres y algunos sellos de Correos» (pág. 193). Y la respuesta no es sencilla. No es que no sintiera los insultos como algo personal, dado que Poncela no se limita a dirigirlos a Silvia, sino a mi sexo en general. De hecho, me he re(-)sentido lo suficiente como para que su nombre haya caído en picado en la lista de mis autores y me pensaré muy mucho si quiero volver a proponerlo como lectura de instituto a mis alumnos. Puede que en sus otras obras, como en la dramática Cuatro corazones con freno y marcha atrás, el insulto sea mucho más sutil, tanto que casi pasa desapercibido; pero ahora me doy cuenta de que está ahí, si hubiera querido leerlo o podido comprenderlo. Pensemos que Cuatro corazones y Eloísa está debajo de un almendro son clásicos en la Educación Secundaria…
La ironía destructora.
Con todo, algo que ha salvado al autor de la quema inmediata -y, por tanto, también la lectura de Amor se escribe sin hache– es la eterna ironía de sus palabras. Claro que el ataque es constante e indiscriminado; pero es un ataque sarcástico que no deja títere con cabeza, ni siquiera su propia cabeza. De manera que, si bien es cierto que se ceba con las mujeres, el mismo modo como se ceba es irónico. Autoirónico. Autosarcástico. Autoburlón. El lector no se lo puede tomar en serio. Es incapaz de hacerlo. El insulto está ahí, pero provoca la risa porque hasta quien insulta está siendo insultado al mismo tiempo.
Sobra decir que la novela, como el resto de la producción de Poncela, es humorística. Puede que haya mucho de verdad detrás de la trama ficticia, y que realmente el autor sea tan misógino como acabará siéndolo el propio Zambombo. Pero la pátina de eterna risa burlona impide que uno se pueda tomar a mal ninguna de las afirmaciones: se ríe de todas, especialmente si estas parecen haber sido hechas con un gramo de seriedad. Así que cuanto más se ceba con las mujeres, cuanto más exagerada es la herida que quiere infligir, menos ofendido se siente el lector (o lectora, en este caso).
Además, hay que reconocerle el mérito de habernos dibujado a contracorriente. No olvidemos que, como bien repite a lo largo de la novela, fue escrita en 1928, una época en la que los inicios modernos, centrados en las Vanguardias, alternaban con el conservadurismo escandalizado más puro, y el choque entre ambos acabará derivando a una guerra civil. Es, pues, una época temprana en la historia del feminismo. Por lo que, volviendo a su afirmación inicial de tener una mirada ‘poco prístina’ -o directamente sucia- sobre la mujer, es de agradecer que, por una vez en la literatura, no sigamos el modelo de la Virgen María, sino el de la prostituta. Porque si por algo se caracteriza Silvia es por su devorador apetito sexual que nace de la necesidad de mantenerse permanentemente alejada del tedio. Silvia no quiere aburrirse y por eso salta de hombre en hombre, hasta, cual viuda negra, chuparle toda la energía. Energía sexual, signo máximo de la libertad.
Es refrescante. Novedoso. Usualmente, la tradición literaria canónica nos priva de deseo sexual. O, al menos, de un excesivo deseo sexual, que parece más bien privativo del hombre: siempre parecen ser ellos los que no pueden controlar el impulso primario y nosotras las que, capeando como podemos, vamos poniendo excusas del muestrario clásico (dolores de cabeza, menstruales, cansancio, etc.). Pero, en esta ocasión, es Zambombo, junto al resto de amantes masculinos, los que no parecen estar a la altura de lady Silvia. Por mucho que se esfuercen, ella siempre quiere más y ellos se van desgastando cual barra de jabón: espuma, espuma, espuma y finalmente la nada diluida en agua. Ella es la única heroína, strictu sensu: «Yo no soy una mujer normal; soy una heroína de novela» (pág. 222). ¡Lógico, pues, que lo repita así de claro en más de una ocasión!
La intención de Poncela fue la de, a guisa cervantina, escribir una novela ‘de amor’ en broma para acabar con las novelas de amor en serio que reconoce haber consumido de joven y que, sin embargo, «pueden emponzoñar los claros manantiales de la juventud» con ideas falsas sobre el amor, que distan abismalmente de lo que había aprendido en la realidad (pág. 38). Yo misma, como experta en novelas de amor, respeto el intento de acabar con un clásico (con un nicho editorial entero, en realidad). Pero también subrayo la inutilidad del esfuerzo, pues si bien la novela tiene momentos fascinantes -como esos saltos mortales de Zambombo con los que llama la atención de su mariposa y que no sabe cómo logra ejecutar sin perecer-, no está a la altura de las grandes historias de amor. A veces, la burla contra los tópicos románticos se convierte en mera imitación: Poncela es incapaz de superarlos de forma satisfactoria y se transforman en un lamentable insulto, centrado principalmente en nosotras. Las mujeres somos su blanco perfecto; Silvia, la portaestandarte.
Es posible que Amor se escriba sin hache. Pero no nos engañemos, la humanidad le ha puesto una hache imaginaria desde el comienzo de los tiempos. En realidad, como no suena, ¿quién niega la posible existencia de la letra muda antes de la A?
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