Las púas del erizo

En casa tenemos debilidad por los erizos. Tal vez porque son como un ratoncito nocturno cubierto de púas, que opta por hacerse ovillo cuando el peligro llama a la puerta. No es un método habitual entre los animales de una casa en el campo: normalmente suelen ser agresivos, de zarpa presta o colmillo avizor.

Es posible que eso dirigiera mi atención hacia el título La elegancia del erizo, nombre de la-elegancia-del-erizo_9788432251184la novela francesa de Muriel Barbery publicada en Gallimard en 2006. Lo escuché probablemente en algún momento de aquella época, cuando se convirtió en un bombazo en ventas. O puede que fuera unos años después, cuando salió la película de la directora francófona Mona Achache, Le hérisson. En cualquier caso, mi cariño hacia este mamífero debió de teñir la novela de connotaciones positivas, que expertos y público confirmaron con sus buenas críticas. De hecho, durante un tiempo La elegancia del erizo aparecía en todos los listados de ‘must’ para estar ‘on’ y ser fashionista total. Cuando, limpiando la biblioteca de mi madre, me di con un ejemplar de Barbery en las manos -editado por Seix Barral en Booket, traducción de Isabel González-Gallarza-, pensé que sería hora de ver a qué tanta algazara.

Debo decir que no lo entiendo: no logro comprender por qué una novela se vuelve best seller. No sé qué hace saltar la chispa que engancha a un lector estándar. Mi formación como filóloga me impide ponerme en la piel de alguien que no vive de, por y para la lectura, es decir, de un lector medio. O eso me dicen. Y como nunca he tocado estudios de edición o mercadotecnia literaria, resulto un verdadero pez fuera del agua en esta cuestión. Suele pasarme a menudo cuando nos encontramos en pleno proceso de selección de las lecturas anuales para los alumnos de Secundaria: siempre mis compañeros han de recordarme que no somos lectores normales.

Definción de lector ‘normal’.

¿Qué es un lector ‘normal’? ¿Qué leen esos seres que nos hacen a nosotros ‘anormales’? ¿No leen lo que leemos? ¿O es que simplemente no leen? Aquellos libros que para mí marcaron un antes y un después en plena adolescencia, en cambio no funcionan con los jóvenes de un aula actual (mejor preciso: no suelen funcionar). Me sucedió con la novela histórica Cruzada en jeans de Thea Beckman, que leí y releí mil veces, mucho antes de llegar a la pubertad, fascinada por el ambiente medieval de una cruzada de niños; y, sin embargo, nuestros alumnos la encuentran lenta, incluso pesada. Lo mismo con las obras de Salgari o de Verne. Y, ya entrando en el terreno de los buenos clásicos, con El retrato de Dorian Gray de Wilde o con El lobo estepario de Hesse. Así que debe de existir alguna tara en mi concepción del ‘buen libro’ que me impide apreciar lo que el lector medio aprecia.

Me leí La elegancia del erizo porque una vez más quise poner a prueba mis gustos versus los gustos de la crítica y público en general. Apoyándome en un argumento ad populum, descubrí que de argumento tiene poco y de falacia todo, pues no he logrado que la novela de Barbery me guste. Tampoco consigo explicarme por qué «se convirtió rápidamente en Francia en un fenómeno literario, en un auténtico best-seller, corroborado por sus ventas millonarias; de hecho, se mantuvo un año entero en la lista de los más vendidos. Y, de un día para otro, Muriel Barbery pasó a convertirse en una escritora revelación, a la que se le concedió el “Premio de los Libreros” en el año 2007», en palabras de Javier Úbeda en Culturamas, una revista digital de información cultural como cualquiera de las tantas que se pueden encontrar en papel o en internet. Y todas están de acuerdo en este punto. Por cómo se expresa, queda en evidencia que para el mercado literario Barbery logró un hit con su segunda novela… y quedo yo en evidencia, que no entiendo tanto ruido para tan poca nuez.

Juega con los estereotipos más lamentables. Una portera protagonista, que pasa su vida disimulando su hiperinteligencia. Para confirmarnos cómo de lista es, dedica capítulos enteros a analizar los escritos de algunos filósofos que aparecen en los repertorios de Bachillerato (¡¿en una novela y sin estar justificado por la trama?!). Reconozco que no entendí a qué tanto Husserl, Descartes o Kant, únicamente introducidos por las propias inseguridades de la protagonista: «Como todos los autodidactas, nunca estoy segura de lo que he comprendido de mis lecturas» (pág. 52); y cuando se le presenta por delante el concepto de la fenomenología, van tres capítulos rellenados de pseudoreflexiones que se cierran con: «He aquí pues lo que es la fenomenología: un monólogo solitario y sin fin de la conciencia consigo misma, un autismo puro y duro» (pág. 64). ¿A qué dedicarle todas esas páginas si va a acabar reduciéndolo a la nada del que cree que no sirve tanto papel gastado?

Las púas de los estereotipos.

Pero es que la esencia misma de la protagonista ya es terrible. ¿En serio debemos sorprendernos por el hecho de que haya una portera autodidacta? Es un planteamiento excesivamente burgués: las porteras son lo que quieren ser. La elección de la autora es un cliché más. Por no mencionar a la segunda protagonista, la hija de un ministro parisino que decide jugar con la idea del suicidio por puro aburrimiento. No sé si es necesario repetir, una vez más, la imagen de los superdotados pasándose la vida contemplando la muerte. Para que luego, al final, cómo no, aprendan la obligatoria lección vital de supervivencia que les llevará a apreciar, por siempre jamás, los valores de continuar con un corazón latiendo.

Ni la trama (con un final tan manido que hasta el más ciego vería venir), ni los personajes (pedantes hasta la saciedad), ni el estilo retórico (sobrecargadísimo como el que más) ni los contenidos filosóficos (de libro de autoayuda) consiguen dar razón o coherencia al éxito que vivió la novela. Todo en ella es esperable. Y lo que no se espera es tan cansino que lleva al hastío.

¿Qué ha visto el lector medio en esta novela? Hago algo poco habitual en mí: busco información en los blogs, en las revistas, en cualquier entrada crítica que me dé una explicación. Encuentro expresiones como “himno a la vida” u “oda a la belleza”, y alusiones a la sonrisa que nos suscita ir pasando página tras página. Debo, pues, confirmar mi anormalidad como lectora.

Y, de pronto, a medio libro, me tocan la única razón que todavía podía sostener la lectura: la portera, fea, rechoncha, es ¡el erizo! Y su elegancia nace de la contradicción: nadie espera que un erizo sea elegante. Nefasta imagen. El erizo ES elegante. No hay contradicción alguna. Bello como solo un animal tímido, que se hace bola y saca las púas, puede serlo. Un animal que basa su supervivencia en la defensa y no en el ataque. Dijo Cernuda, aunque fuera con nostálgica tristeza, «Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor» (entrada para Donde habite el olvido). Los erizos, encarnación del sentimiento más humano, exceden lo que nos deja Barbery en su novela.

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