La literatura juvenil -como, por otro lado, buena parte de la de adultos- está plagada de títulos destinados a perecer. Son flores marchitas ya antes de abrirse. No siempre se debe a la mala calidad, sino simplemente a las inclemencias de una industria editorial impenitente que condena a muerte por la simple masificación de títulos que salen día tras día.
Solo sobreviven dos tipos de ejemplares. Unos son los que quedan endiosados misteriosamente por los docentes de Lengua, que los convierten en libros obligatorios de sus cursos. Pensemos que en un centro educativo medio hay un centenar de alumnos que se acercarán a la librería a comprar los que les hayan mandado los profes. Son best sellers no por su validez, sino por obra y gracia de las exigencias departamentales, curriculares y (por qué no reconocerlo) la desidia de algunos, que no siempre muestran ganas de renovar el elenco de títulos con otras posibilidades. Los profesores nos caracterizamos por entrar en bucles, repitiendo libros sin mucha reflexión previa y dejándonos llevar poco por lo desconocido. Pienso en la decepción que ha supuesto para mí la lectura de Los espejos venecianos, Bala perdida, Manzanas rojas o Julia y la mujer desvanecida, por citar algunos que, seamos sinceros, ni chicha ni limoná. No puedo decir que fueran de suicidio, pero tampoco es que disfrutara especialmente con ellos o que me aportaran otra perspectiva sobre el mundo, dos requisitos indispensables si queremos enganchar al alumnado adolescente.
El otro tipo de libro juvenil superviviente es el que la buena acogida por el público lector salva, esta vez sin la mediación obligatoria del profesor. Se convierten en grandes éxitos por sí mismos y, con el tiempo, si hay suerte, en clásicos, como ocurriera a las obras de autores renombrados: Roald Dahl, Michael Ende, S. E. Hinton, Enid Blyton o Herman Hesse. Sucede con los de este grupo que es difícil llegar a la altura de escritores como los mencionados, tal vez porque la pátina del tiempo que ha pasado desde su escritura los ha convertido en inalcanzables. A los títulos nuevos les falta olor a viejo… Algunos apuntan maneras: pienso en Fernando Lalana, Jordi Sierra i Fabra o en Carlos Ruiz Zafón. Solo el tiempo dirá.
Extraño, entonces, es el caso de Pilar Molina Llorente y su Ut y las estrellas. No quiero decir que sea único, pero sí llamativo por inusual. Se trata de la novela ganadora del Premio Doncel en 1964, consiguientemente publicada en la colección “La Ballena Alegre” del sello homónimo. Tras varias reediciones en los años 70 y 80 parecía destinada a desaparecer, como tantos otros… pero en 2010 volvió a llamar la atención a Planeta, editorial que decidió publicarla en la colección Cuatrovientos. Y ya suma décimotantas ediciones, sin que parezca que vaya a haber fin, por ahora.
Si el recorrido de Ut y las estrellas llama la atención, el tema que recrea también: se trata de una novela histórica (hasta aquí ninguna novedad), pero ambientada en la Prehistoria. Es habitual la contextualización en la Edad Media, el siglo XVIII, los comienzos del XX; incluso en la década de los 80, lo que nos coloca a los setenteros en una penosa situación anacrónica respecto a nuestros alumnos. Pero retrotraerse a épocas pretéritas, preescriturales, ya no. Al más puro estilo que adoptó posteriormente Jean Marie Auel y sus Hijos de la Tierra -lecturas que necesitan supervisión por la carga erótica de ciertas escenas, aunque yo me las leí sin control parental alguno y no veo que haya quedado muy marcada por ello-, Molina Llorente escoge una época primitiva, salvaje, apasionada para introducir al antihéroe protagonista: un joven Ut que reniega de la caza y de la guerra, opta por ser vegetariano y entretenerse con actividades manuales, como la alfarería o la talla de madera; que prefiere deleitarse mirando las estrellas y reflexionar sobre dioses y hombres antes que socializar con los miembros de una tribu que lo mira cual bicho raro. Si optáramos por usar términos (pospos)modernos, hablaríamos de bullying en una época cavernaria.
De manera que existe todo un trasfondo de denso contenido moral y espiritual para nutrir la lectura de cualquier adolescente en cuestiones que son atemporales y en las que puede sentirse perfectamente reflejado, al margen de si la novela se ubica miles de años atrás o si se escribió hace más de medio siglo. Pocos libros pueden decir lo mismo. Desafortunadamente, algunos envejecen realmente mal. ¡Pobre saga de Flanagan, por Andreu Martín y Jaume Ribera! Otrora, la gran recomendada de cualquier profesor de Castellano, pero que hoy cuesta sugerir a los alumnos porque los chistes de Schwarzenegger, alias el Charchi, o de Sabrina y sus pechos navideños solo han quedado para provocar la risa a viejas glorias cascarrabias.
Y, para más inri, si todo lo mencionado no fuera suficientemente extraño, está cargada de un lenguaje lírico muy poco frecuente en las novelas para adolescentes. En detrimento de la acción desmesurada y veloz narrativa a la que nos tienen habituados los libros juveniles de hoy, Molina se deleita en escenas lentas y reflexivas, marcadas por expresiones poéticas como esta: “En la superficie de la montaña, en la hierba lisa del valle, en los pinos y en el reflejo del lago, Ut veía, con su fiebre de dolor, cabezas de titanes y manos grandes y rojas con reflejos de luna enferma” (pág. 49), imágenes que se corresponden con los sentimientos de duelo por la muerte de su padre, Ur-Boa, que será el desencadenante de la trama.
Con esto no quiero decir que el libro sea lento, ¡ni mucho menos! El ritmo es similar al de las leyendas orales, donde la acción está muy presente, pero se equilibra con una retórica persuasiva. Los detalles nimios y otras superfluidades se han borrado a favor de una trama esquemática; y el lenguaje puede entonces permitirse salidas del uso recto a favor de una expresividad colorida que seduce al lector. Así, nace el día y el sol da color a las cosas; o con la puesta del sol la tarde está casi muerta; y sobre el fondo rojizo, sin estrellas, la luna asoma amoratada de frío. Es en este marco cuando se comprende que Ut pase más tiempo mirando las estrellas -en busca de ¿qué?-, en lugar de guardar los pies en la tierra, como sus demás congéneres. Que su reflexiva mirada al cielo se interprete como pura vaguería, cobardía, desidia cuando es producto de un cerebro efervescente y superior, que encontrará respuestas a preguntas que los demás ni se plantean.
No voy a hacer una retahíla con los valores que promueve esta lectura porque no creo que sea necesaria para convencer de que hay que incluir el libro en los listados de lecturas trimestrales de Secundaria. En todo caso, la página web de Planetalector para Ut y las estrellas es suficientemente explicativa, y a ella remito. Sí creo que hay que incluirlo, pero por un mérito particular que poco tiene que ver con sus lecciones vitales: es un libro superviviente en una época en que necesitamos heroicidades. Tal vez esa sea la lección vital más verdadera de la obra de Pilar Molina Llorente.
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