A veces uno ha de tomar decisiones y, sobre todo, decisiones que inician nuevos caminos. Tal vez esa sea la principal lección moral que se aprende de Ishiguro tras leer su novela Los restos del día. No porque se recoja explícita en ella. Al contrario, si alguna maestría es posible hallar en la narración es, sin duda, que de explícito hay poco, o nada. Sin embargo, a raíz de esta lectura he decidido no ser una Mrs Stevens y arriesgarme: que no pasen 40 años en mi vida antes de moverme en pos de una meta.
Así que, si bien resulta una contradicción que sea con Ishiguro con quien inaugure esta nueva vida virtual, inaugurada queda. Quiero convertir el presente blog en un espacio de reflexión crítica sobre los libros que caen en mis manos y voy leyendo. Pero no un espacio sesudo de reflexión, donde una vez más haga gala de lo que los estudios universitarios me enseñaron (la objetividad, la elocuencia retórica y el valor de una madurada bibliografía). Busco un nuevo tono en mi voz, una nueva manera de encarar la literatura desde la perspectiva de un simple lector, puede que formado, pero sin mayor pretensión. Sobre todo, quiero arriesgarme a mirar poca bibliografía previa a favor de confiar en mi instinto, en mi opinión. Eso es algo que no nos enseñaron en la carrera; tampoco en el doctorado. Los hay que encuentran su tono rápidamente, y otros, como yo, que andan perdidos durante años hasta que un Ishiguro los despierta. Quiero ser lo que avanza el título de este blog: alguien que, sentada a hombros de gigantes, aprende de ellos y mira más allá, opinando sobre lo que en su vida ha significado ese tiempo de estar allí sentada.
¿Por qué con Ishiguro, entonces? Tal vez porque la novela ha sido menos de lo que yo esperaba. Y, con todo, no me ha dejado indiferente, solo que por razones contrarias a las que veo que en su mayoría esgrimen los lectores de este libro. Lo encontré buceando en blogs, a la búsqueda de una lectura de verano de tema amoroso. La crítica era excelente. Kazuo Ishiguro, narrador de origen japonés de la segunda mitad del siglo XX, trasplantado de niño a tierras británicas, autor de media docena de novelas, varios guiones y unos pocos cuentos, corpus en el que se cuenta The Remains of the Day, que le valió el prestigioso premio Booker inglés. The Remains of the Day fue traducida al español como Lo que queda del día y, al poco tiempo, retitulada como Los restos del día para Anagrama.
Ya el propio cambio de título no ofrece los mejores augurios, desde mi perspectiva. Llámenme fetichista. Entiendo las dificultades de los traductores, pero cuando empiezan los vaivenes en los títulos muchas veces asentados ya en la tradición, lo encuentro desafortunado: uno no acaba de tener claro de qué manera llamar al libro. Me ha pasado recientemente con Sentido y sensibilidad, ahora conocido como Sensatez y sentimiento, sin duda alguna mucho mejor traducido que la primera vez -como en el caso de Ishiguro-. Pero, a estas alturas de la misa, ¿a cuento de qué el cambio? ¿Por la película homónima de Anthony Hopkins? ¡Qué necesidad de marear la perdiz!
Más allá de este detalle banal y fruto de mis manías personales como lectora, ¿por qué Los restos del día no ha cumplido con las expectativas? Sobre todo, porque se suponía que era una novela de amor. Pero el amor no está. O, mejor dicho, el sentimiento no está. Porque lo que tenemos delante es un protagonista, narrador en primera persona, que, con la excusa de un corto viaje por Inglaterra, nos hace partícipes de una serie de recuerdos y anécdotas vitales propios en los que está ausente todo tipo de sentimiento. Ausente por suprimido. Con conciencia.
Mr Stevens cumple a rajatabla el estereotipo del butler inglés, el mayordomo impasible que él se empeña en rebautizar como ‘digno’ y que no es más que un reprimido emocional, incapaz de superar las barreras del silencio que él considera adecuadas en alguien de su cargo. Probablemente porque ya lo mamó en su tierna infancia: su padre, a quien el lector conoce por una rápida presencia al comienzo de la novela, era también mayordomo. Y, por lo que parece, tan ‘digno’ como él mismo, erigido en modelo a seguir para Mr Stevens.
Se suponía que era una novela de amor. Pero el amor no está.
Así pues, alrededor de la vida del personaje no hay más que silencios. Es silencioso cuando ve morir a su padre y, sin embargo, no lo asiste en sus últimos momentos, pues tiene trabajo. Silencioso cuando, trabajando, sirve en la mesa de su antiguo señor, Lord Darlington, mientras este complota en reuniones internacionales secretas de alto nivel a favor de los nazis alemanes. Mantiene el silencio cuando una apasionada Miss Kenton, el ama de llaves de la casa, se indigna por su frialdad, se enfurece por permitir el antisemitismo de su señor o se enamora de él. Y más silencio con la llegada de un nuevo amo, un americano que compra la casa cuando Lord Darlington fallece rodeado de la ignominia y que, como era de esperar, descoloca profundamente al mayordomo con sus nuevas costumbres y, sobre todo, por su humor. Es entonces cuando empieza a cometer errores impensables en alguien con su carrera y es entonces cuando decide iniciar un lento viaje en busca de su antigua compañera de fatigas domésticas, Miss Kenton, quien finalmente, años atrás, había decidido marcharse en busca de algo más que tan silencioso contexto, contrayendo matrimonio.
Si Mr Stevens es el prototipo del mayordomo, la novela también es el prototipo de lo que se puede esperar de la pluma de un autor japonés escribiendo sobre tan ‘digno’ tema inglés. Y no pretendo hacerme pasar por experta en novela asiática, pues este es mi primer autor oriental. Pero si, fruto del prejuicio, tuviera que describir cómo me imaginaba que sería una novela japonesa, habría dado tres rasgos que, justamente, coinciden con los que doy para Los restos del día: una prosa limpia, diáfana; un estilo directo, reflexivo; una lentitud en la voz narrativa, casi lentitud contemplativa. Estos rasgos son los que invitan a no abandonar el libro a pesar del personaje. A pesar de los silencios. Eso y la muy sutil ironía que permea la novela. Tan sutil que a veces es imperceptible, pero ahí está: la ironía que permite al lector saber que su narrador no es fiable, que miente -que se miente a sí mismo-, que esconde cosas, que su silencio es mayor que lo que dice, a pesar de que lo que dice llena 253 páginas. El protagonista no llora, pero en alguna ocasión le ofrecen un pañuelo («Vamos, hombre, ¿quiere un pañuelo? Mire, lo llevo encima. Está bastante limpio. Sólo lo he usado una vez, esta mañana. Vamos, cójalo, hombre», pág. 251) y sabemos entonces que las lágrimas están cayendo.
No, no puedo decir que la novela me haya gustado. Pero no por ello he dejado de saborearla. Como decía al inicio, me queda la sensación de que no quiero ser Mr Stevens. Que, si acaso, en lo que queda de mi día, quiero ser una Miss Kenton, aka Mrs Benn, quien tras años de no verse y de apenas haber intercambiado unas pocas postales y alguna carta (deus ex machina de la novela), le suelta de sopetón a su interlocutor durante el té: «Mister Stevens, supongo que lo que quiere saber es si amo o no a mi marido» (pág. 246), que es lo mismo que decir: supongo que lo que quiere saber es si todavía lo amo a usted. Se rompe el silencio y la máscara se desprende. El nudo gordiano cae deshecho a nuestros pies y el narrador-protagonista queda como el emperador con su traje nuevo: desnudo.
Es normal, pues, que a pesar de que no entrará en los anaqueles de mis laureados, sin embargo, ha sido la novela que me ha movido finalmente a tomar una decisión vital: buscar mi voz de lectora y compartirla. El gigante -o tal vez solo talludo- Ishiguro me ha servido para darme cuenta de que no quiero silencio en mi vida. Ni dignidad, entendida como Mr Stevens lo hace. Sino esa dignidad que, en boca de un mero pueblerino inglés, «no se puede tener […] si se es esclavo», la dignidad que trae la libertad para poder «decir libremente» lo que se piensa (pág. 196). Bienvenidos a mi libertad.
FICHA TÉCNICA:
Kazuo ISHIGURO, Los restos del día, Anagrama, Barcelona, 2015 (colección ‘Edición Limitada’, nº 14), traducción de Ángel Luis Hernández Francés, 253 págs. [1990; The Remains of the Day, Faber and Faber, 1989].
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