No siempre los clásicos envejecen bien. Especialmente los más alejados en el tiempo incurren en las esperables idiosincrasias de su época. Un ejemplo lo encontramos en la literatura inglesa decimonónica, sobre todo en la victoriana. El paradigma moral imperante dominó el panorama sociocultural -de hecho, podría decirse que lo constriñó- y, en consecuencia, tuvo impacto directo en la definición de los elementos narrativos, en particular de los personajes. Sobre todo, de los femeninos.
Usualmente hacemos ojos ciegos a tales particularidades, absorbidos por la universalidad del clásico, conscientes del anacronismo que supondría reivindicar una mujer a la altura del siglo XXI. Por eso resulta impactante cuando, bajo la apariencia de una novela que tildaría de pacata en ocasiones, florece una dama extraordinariamente moderna como Mina Harker, née Murray.
Sí, a estas alturas cualquier lector que se precie sabe de qué libro hablo. Incluso cualquier fan, si no de la literatura, al menos del género de terror. Porque Mina Harker pertenece al grupo de cazadores de vampiros que salen a la búsqueda del conde Drácula en la novela homónima de Bram Stoker. Hace unos días la terminé. Alguno supongo que se sorprenderá de que una filóloga avezada reconozca haberla leído a esas alturas de su vida. Pero, en realidad, lo que acabo de hacer es más bien re(-)leerla, con la salvedad de que no recordaba absolutamente nada de la historia. Sé que tuve la novela y que la devoré en la adolescencia. Pero se ha convertido en una de esas lecturas de juventud que deja un poso extraño en el yo: sabemos que está ahí, pero somos incapaces de recordar de qué manera llegó. Y, para más inri, fue de los pocos libros que he prestado y que nunca volvió a mis manos. O sea que ni siquiera he podido comprobar si era una buena edición… Así que, armada de una versión de la biblioteca -la publicada en Alianza, colección ‘2013’, con la traducción del archiconocido del género, Francisco Torres Oliver-, he vuelto a leer ese clásico.
El resultado es que la novela me sigue gustando. Es excelente. No cabe duda de por qué ha llegado al canon de los clásicos (de la mano de Harold Bloom, entre otros). Drácula roza algo oscuro que arrastramos todos: miedos atávicos que sabemos que, como a Jonathan Harker, nos pueden dejar bloqueados o incapaces. Lo consigue a pesar de la presencia de muchos de esos detalles idiosincrásicos que hoy rechinan al oído. Porque, es cierto, el doctor Van Helsing llega a ser cansino y pomposo en sus discursos, demasiado cargado de moral victoriana; Arthur se comporta en exceso caballeroso, siempre con el corazón partido entre la exigencia del amor paterno y el pasional; Quincey es solo un intento del nuevo llanero solitario; y Seward no puede resultar un psiquiatra con las manos tan limpias, solo hay que ver la versión fílmica de Coppola para recordar cómo era un asilo mental en el XIX… Todo eso ignoramos por el bien de una historia que está por encima de tales menudencias.
Pero entonces llegamos al personaje de Mina. Sí, la novela se llama Drácula. Eso hace pensar que será el conde transilvano el protagonista exclusivo de la historia. Pero, como en otras ocasiones, no lo es. Me viene a la mente la Chanson de Roland, con un Roland muerto a media historia para sorpresa de los alumnos de Literatura Medieval, que no atinábamos a comprender el título. Drácula constituye lo que los ingleses llaman -en francés- la raison d’être, el motivo o causa primera para la trama novelística. Sin él es evidente que no hay novela, pues solo su aparición como monstruo antinatura puede suscitar el terror de Jonathan o provocar la desgracia de Lucy. Pero no es el protagonista, si por protagonista entendemos actor, ‘el que hace, actúa u obra’. Drácula solo es el generador. Recordemos las reflexiones de Van Helsing respecto a la inmadurez de su cerebro infantil…
Y es en este punto donde aparece Mina Harker.
Mina, no Drácula.
Mina es generadora y, al mismo tiempo, actriz. Su afán por transcribir los distintos testimonios sobre el vampiro que van cayendo a sus manos producen la novela que recibe el lector. La historia viene empaquetada en un formato relativamente novedoso para la época, aunque tuviera prestigiosos antecedentes (empezando por el complejo manuscrito encontrado de El Quijote y acabando por su vecino Wilkie Collins en La dama de blanco). La novedad que introduce el escritor irlandés reside en que la historia es un collage o pastiche de muy diverso origen, unido por el trabajo incansable de hormiguita mecanógrafa por parte de Mina: es un compendio de textos epistolares, diarios personales (incluso transcritos de fonografías y de taquigrafías), notas y noticias periodísticas, que se entrecruzan para crear, desde la óptica de muy diversos narradores, la historia moderna de un personaje antiguo, Vlad Draculea.
Así, si necesario es el conde para la trama, sin Mina directamente no habría novela. Es la autora segunda. O tercera, teniendo en cuenta que los textos que ella funde y pasa a máquina son escritos, en ocasiones, por otros, además de ella misma. La joven pretende convertir el libro que tiene el lector en sus manos en el arma final contra el vampirismo, en caso de que el trabajo de cazadores no acabara bien para ella y sus compañeros. Ignorantes del futuro y presos del presente en el que cada uno cuenta su parte de la historia, la ‘novela’ quiere convertirse en testimonio de los misterios que conlleva su misión, casi evangelizadora.
Solo por estas razones queda claro que Mina es la gran protagonista de la historia. Sin embargo, a medida que avanza la lectura, parecería que la trama la relega a un segundo lugar, al menos como actriz, especialmente cuando Van Helsing, asustado por la carga de su tarea, decide, con la connivencia del resto, incluso de su propio marido, dejarla al margen de la acción. Y es en este punto que Bram Stoker rompe con todos los tópicos esperables de una novela victoriana y concede, definitivamente, el protagonismo indiscutible a Mina: mientras los cazadores de vampiros se entretienen visitando las madrigueras de Drácula, dejando a la joven dama a salvo en casa, el conde se cuela por la ventana y la posee noche tras noche. Es, una vez más, el tópico de la princesa encerrada en su torre para evitar posibles seducciones… ¡que acaba seducida!
Mina no es una dama victoriana. Puede dar la apariencia de que lo es. Van Helsing se esmera mucho en repetir, una y otra vez, que se trata de una mujer buena, inteligente, una joya. «Hay tinieblas en la vida, y hay luminarias también; y usted es una de esas luminarias. Usted vivirá una vida feliz y buena, y será la bendición de su marido» (pág. 279). Puede que ella acepte quedarse en casa y al margen, no solo de la acción, sino también de conocer la acción: «Todos los hombres, incluso Jonathan, se sintieron aliviados; a mí no me parecía bien que fuesen a desafiar el peligro con su seguridad disminuida, quizá -porque la fuerza es la mayor seguridad-, debido a su preocupación por mí. Pero estaban decididos y, aunque para mí era una píldora dura de tragar, no pude hacer nada, salvo aceptar tan caballeresca protección» (pág. 368) Es más, el final prototípico podría hacernos pensar que no pasa de ser la encarnación de los valores ingleses tardodecimonónicos: los buenos, felices, comieron perdices. Ella misma se esfuerza en reducir su propia relevancia y dice transcribir para poder ser más útil a su marido. Únicamente eso: un servicio marital, como otro cualquiera, igual que el de mantener la casa limpia o la mesa bien preparada.
Pero no nos engañemos por una treta tan facilona por parte de Stoker. Sorprende que, en ocasiones, la crítica haya picado y describa a Mina en términos tibios. Su reiterada insistencia en que trabaja para su marido no pasa de ser una muestra del tópico de la falsa humildad. Cuando le juega la broma a Van Helsing de entregarle la versión taquigráfica de sus escritos, queda desvelado que Mina es muy consciente de su valía, de la valía de sus esfuerzos en la trama que se está desplegando a su alrededor. Se puede permitir un gesto de superioridad como ese. Tampoco olvidemos otro detalle significativo: puede desmerecer, de boquilla, su rol dominante y colocarse en posición dominada, pero quien se embarca en un largo y peligroso viaje que le lleva a recorrer media Europa para recuperar a su novio perdido, quien lo rescata y quien le devuelve el equilibrio mental es Mina.
Y será definitivamente redimida en el momento que ella misma chupe el pecho de Drácula. Ella, la que se alimente de él, ya no en posición pasiva, como había tenido hasta entonces -o como la que había mantenido la propia Lucy-, sino activa. Forzada, sí, pero responsable de lo que estaba haciendo. Ella, consciente de su conexión con el monstruo, el nosferatu que la embrujó. Ella conectando telepáticamente con su ‘esposo’ macabro, noche tras noche, por voluntad propia. Stoker nunca menciona la posibilidad de un amor más allá de la muerte entre Mina y el conde, como sí se recrea en la versión cinematográfica de Coppola. Pero está implícito, desde el momento en que oye lo que él, siente lo que él, vive como él, que la conexión entre ambos es ultraterrena. Y eso no es decimonónico ni victoriano ni moral.
Mina, la vampira.
Stoker da toda la apariencia de conservadurismo para crear una mujer moderna, contemporánea. Armada con la más reciente tecnología, la máquina de escribir, conocedora de técnicas actuales, como la taquigrafía, Mina Murray Harker no es una flor típica de la época. Despojada del pobre vestido timorato con el que el autor irlandés la disimula, casi podríamos decir que es un personaje de pleno siglo XXI, si no resultara una apreciación anacrónica. Aunque tal vez el anacronismo no resida en creer que se trata de un personaje fuera de su tiempo, sino en que el propio Stoker fuera capaz de generarlo, así, de este modo, en 1897. Reivindiquemos a Drácula porque pone nombre a algunos de nuestros terrores atávicos. Y enarbolemos la bandera -tan actual hoy- del feminismo de mano de un autor al que pocos habrían etiquetado como feminista. Y, sin embargo, ¿no fue su madre, Charlotte Mathilda Blake Thornley, una de las primeras activistas a favor de la independencia del ‘sexo débil’?
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