Hay lecturas que, sencillamente, uno no puede plantearse fuera de determinado intervalo vital. Lo comprobé hace un tiempo cuando pasé unos días leyendo Demian de Hermann Hesse. Puedo reconocerle muchos méritos a esa novela, pero, siendo sincera con mi yo cuarentón, me pilló veinticinco años tarde. De hecho, si me animé a leerla fue movida por el lejanísimo recuerdo de El lobo estepario, que nos impuso la profesora de Lengua Castellana en el instituto. El hecho ya debería haberme puesto sobre aviso: el hermano de un libro que me impactó tanto a los quince con toda probabilidad no fuera una buena elección a los treinta y nueve.
Esta reflexión hace tiempo que la vengo haciendo. Me lleva a clasificar las lecturas en distintas estanterías de casa, una de las cuales está íntegramente dedicada al público juvenil. En realidad, no me viene mal encontrarme de sopetón con algo que más convendría a un adolescente, pues de ahí saco títulos para futuras lecturas obligatorias de Secundaria: gracias a (des)encuentros similares, completo las listas de los libros que sí me leo conscientemente en busca de ganchos para el alumnado.
Lecturas por edades
En una ocasión, planteé a mis propios estudiantes la idea de si era correcto separar lecturas por edades. Les puse delante un breve texto autobiográfico de un editor reconocido, en el que este hablaba de cómo, siendo púber, sus padres se lo llevaron a veranear a la playa… y la playa fue relegada a muy secundario lugar al quedar atrapado entre El túnel de Sábato, El extranjero de Camus y La náusea de Sartre. No era su intención, a esa tierna edad, verse absorbido por tales bestias literarias, pero eran los libros de moda en aquella época e, inocente él, creyó llevarse lectura de veraneo en la mochila. La pregunta que les hice entonces a mis estudiantes fue si creían que eran libros propios para la edad, para su propia edad.
Queda claro que la respuesta ya venía condicionada. Una vez hubieron investigado someramente el contenido detrás de los títulos mencionados, todos dijeron que no. El mismo editor reconocía haberse divertido bien poco; aunque también que aquel había sido el germen que marcaría su posterior trayectoria profesional.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando, a los pocos días, una de las alumnas de ese grupo apareció con los tres libros bajo el brazo para preguntarme si podía leerlos como optativos y subir así la nota trimestral. No tuve el coraje de desanimarla, en especial cuando me explicó que los títulos le habían llamado la atención y había enviado a su madre a comprarlos durante uno de sus viajes a la Península.
No sé si la interpretación de los tres clásicos que hizo esta chica, con 13 años, fue la más adecuada. No sé ni siquiera si fue adecuado dejar que los leyera. Probablemente su experiencia con los libros se pareciese más a la del editor que a la mía, que no recalé en ellos hasta la universidad. En todo caso, no soy quién para poner muros al mar.
Todo esto viene a cuento de la última adquisición para mi estante juvenil. Se trata de Sed, escrita por los Shusterman, padre e hijo, Neal y Jarrod, publicada por Nocturna en su colección de ‘Literatura Mágica’. Tal vez el título en la traducción no resulte fiel, pues en inglés es Dry, ‘seco’, pero sin duda alguna produce el efecto más parecido al original: un golpe silábico único que abofetea como la sed que acucia a los personajes de la novela. El color rojizo de la cubierta, que sombrea hacia negro, con el perfil apenas dibujado de unas llamas sobre las que se derrama un hilo de tinta negroazulada, intensifican el agobio. Durante las cuatrocientas páginas conviene tener a mano un vaso de agua e ir dando pequeños sorbos que palíen la desagradable sensación que deja la lectura en la boca.
Se trata de una novela de ficción, de corte apocalíptico, similar a otras que parecen estar tan en boga entre el público adolescente al que apelan los Shusterman. La diferencia estriba en que no se contextualiza en un futuro distópico, lejano e inasumible, como la serie Divergente o Los juegos del hambre, sino que la trama bien podría tener lugar mañana mismo, en la segunda década del siglo XXI. Ubicada en una California reconocible, asolada por incendios y sequías, los protagonistas, adolescentes, se ven abocados a lograr su propia supervivencia en medio de una terrible crisis climática que deja a la población sin agua. En pocas horas la situación se desborda y, en pocos días, ya es violenta cuestión de vida o muerte.
La novela engancha, es de acción rápida, con gran cantidad de narradores que se van sucediendo, algunos conocidos y repetidos (los protagonistas: Alyssa, Kelton, Jacqui…); otros, simples desconocidos que nos permiten vislumbrar la realidad desde nuevos ángulos (una compañera de instituto, la periodista, un piloto de helicóptero…). Los cambios en la tipología de las fuentes facilitan la lectura y evitan que el lector novel se pierda en las transiciones de una voz a otra.
Imágenes de cine
La formación profesional de Jarrod como guionista para cine y televisión se hace evidente en la consecución de las escenas, especialmente a medida que la trama se acelera y la acción trepidante parece ubicar al receptor frente a representaciones más típicas de una pantalla plana que de un libro. Sin embargo, la novela no pierde el pie en la construcción narrativa escrita, probablemente por el peso del ya curtido Neal, padre, mucho más ducho en escribir novelas que el hijo. No se puede decir que la historia sea infalible -al contrario, suscita numerosas dudas respecto a los comportamientos de los personajes-, pero es cierto que, mientras estás sumergido en ella, la velocidad impide pensar sobre posibles gazapos en el guion.
Así pues, ¿qué tiene de recomendable esta novela por encima de otras que tratan similares asuntos de supervivencia y animalización del ser humano? Pienso, por ejemplo, en Ensayo sobre la ceguera. Y la respuesta sería nada, si la comparativa se establece en cuestiones de calidad. Sin embargo, diría todo, si hablamos del posible público objetivo. Por excelente que sea la novela de Saramago, por insuperable en el plano literario y/o filosófico, no es una lectura que se pueda recomendar alegremente a los adolescentes, como no lo fue el trío existencialista, El túnel, El extranjero o La náusea. Sin embargo, la lección que se puede aprender de una novela de las características de Sed, donde aparece planteado el mundo en términos de blanco y negro, sin matices de gris, abocando al lector al reino de las sensaciones y no del intelecto, es de gran importancia. Es vital como parte de una formación humanística, especialmente en los tiernos años de la premadurez. Nunca como en la juventud es más necesario empujar, avasallar, obligar a la reflexión, someter a crítica la realidad que nos rodea. Una novela como la de los Shusterman es la excusa perfecta para que los más jóvenes empiecen a cobrar conciencia del mundo que les rodea, del mundo que los adultos les estamos dejando y de quiénes son ellos mismos en él: ¿corderos, lobos o pastores?
Sed no solo provoca ansia física de beber, también deseo intelectual de conocer cuáles son los límites dentro de los que juega el ser humano. Como primer acercamiento a algunos de esos límites, la novela de los Shusterman, padre e hijo, es bastante recomendable.
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